...Ya he preparado la maleta. Me desenredo el pelo, recién lavado, y
miro el reloj: aún faltan al menos treinta minutos para que vuelva mamá, y yo
pueda darle un beso antes de conducir otros doscientos kilómetros, otro
domingo. Pero este fin de semana estás en casa, Curro. Yo me iba a ir a la
playa, ¿sabes?; celebrábamos la despedida de soltera de mi mejor amiga, pero en
el pecho sentía que era otra despedida a la que iba a tener que enfrentarme más
pronto que tarde.
Así que coloqué la butaca blanca de mimbre, y fui a por ti. “Vamos a
la terraza, abuelo, que ya hace fresquito”.
Serían las nueve de la noche. Terminaba de brillar el sol, aún alto. Cientos
de pajarillos apuraban el vuelo antes de dormir, surcando veloces el cielo.
Sonaba el verano, y tú hacías rebotar el bastón contra el suelo, y le cantabas
a Reina, que, distraída y aliviada por el fresco de la inminente oscuridad, no
te hacía ni caso. A pesar de tu voz amortiguada, no te cansabas de recitar
poemas y coplillas que nunca supe si en realidad salían de “tu chimenea” o eran
memorias de los años de trabajo de sol a sol en el campo. Qué singular
espectáculo. Decidí quedarme esa noche en casa y te di un beso de buenas
noches; ya madrugaría el lunes.
Era junio. Hoy se apura agosto y ya no estás. Hoy cumplirías ochenta
y nueve años.
“Tasi, tasi”, como dice Bruno con su lengua de trapo. Casi aguantas,
abuelo. Casi estaríamos hoy en el patio, o en el huerto, soplando muchísimas
velas y apagándolas entre jaleo y risas.
Y sin embargo hoy no tengo motivos para conducir hasta casa. Hoy no
puedo llamarte y escucharte decir, al descolgar, “¡Hola, Curra!”, con ese
sonido alegre que era tu voz al otro lado. Hoy desearía no haber sentido esa
pizca de sal rodando mejilla abajo mientras anoche miraba tus últimas fotos.
Hoy he vuelto a lo frenético de mis días, aunque a medio gas, en esta
ciudad vacía, y sin apenas darme cuenta hace casi un mes que te has marchado,
despacito y sin ruido, rodeado de paz. Le resto espacio a la tristeza: a pesar
de todo, hoy es un buen día. “Para que haya días buenos, tiene que haber días
malos”, me decías.
Qué sencillo y qué cierto, abuelo.
Ahora que estoy aquí, a unos días de tus últimas horas, ahora que
no me queda más tú que tus recuerdos, todo lo que pueda escribirte es poco y
está hueco.
Debes saber que hasta el Mini te echa de menos en el asiento de
copiloto y últimamente se pasa la vida en el taller. Yo creo que mi coche
tampoco se olvida de aquellos domingos yéndote a buscar para comer en casa. De
esa tarde de abril en que recortábamos curvas y volábamos sobre los charcos que
eran restos del invierno más lluvioso que he vivido. Luego compramos aquellas
magdalenas tan gordas que disfrutarías al desayunar y de las que seguiste
acordándote tantos años después. Al recuerdo de esa tarde me agarré mientras cogía
tu mano cuando ya marchabas, y pude hasta reír.
Me llevo tanto de ti que aquí no cabe. Tu risa, y tu buen humor. En
los últimos años sólo te recuerdo diciendo con genio “¡Joder!” cuando te
llamaba por teléfono y no acertabas a bajar el volumen de la tele, y cuando te
molestaban las gafas nasales en los últimos días. Tú y tu bastón en la puerta
de la calle esperando nuestra visita. Tu sombrero. Lo terco que podías llegar a
ser, también. Eso, abuelo, lo hemos heredado un poco todos (pero Miguelete se
lleva la palma). Guardo en mi estuche esa pequeña figura fluorescente, ¡tan
fea, Curro!, que me trajiste de Lourdes para que me trajese suerte el verano del
MIR. Tus ganas de cantar, siempre, también me las quedo. Cuando bailábamos en
la boda de Laura. Cuánto disfrutaste. Tu poesía sin letras que yo guardaré en
mi prosa. Las tardes de verano, cuando éramos pequeños, y ese aroma cuando volvías del cortijo cargado
de tomates recién arrancados, aún calientes por el sol de agosto, que plantabas
por cientos. Tus manos grandes y fuertes, tan morenas, que se deshacían de la
dureza del día bajo el agua entibiada con mimo en aquella palangana de peltre.
No sé cuándo he crecido, abuelo, pero quisiera empequeñecer y
retrasar la vida para volver a sentarme sobre tus rodillas. Quisiera no
olvidarte nunca.
Prométeme que desde ahí arriba no vas a dejar que eso ocurra.
Y
quédate tranquilo, que aquí, en los días malos, tendré la certeza de que
llegarán los buenos, y me sacudiré las chuscas. Tú ya me entiendes.
Gracias por quedarte a mi lado casi veintisiete años, abuelo.
Feliz cumpleaños.
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