Hay dos inventos aún no inventados que necesito con
urgencia: los frigoríficos que no emitan ese zumbido odioso que me estropea las
siestas, y los días de cuarenta y ocho horas.
Ya sé que es mucho pedir. De acuerdo: puedo seguir aguantando
ese sonido insufrible. Y sí, duermo siesta (microsiesta). Pero, de verdad:
necesito más horas.
Para dejar de posponer cafés, viajes, tareas
pendientes. Para abrazar más. Para echar el freno. Para dejar de correr, que a
veces no sé si voy al trabajo o a una maratón. Para leer más, y
escribir. Para poder volar sin tener la sensación de que reboto contra las
paredes de mi jaula.
Hace casi un mes cumplí veintiocho años. Mamá me
regaló unos cactus monísimos. Ninguna de las dos se ha pronunciado al respecto,
pero sabemos que es un regalo con mensaje: creo que ambas tenemos la esperanza
de que los veintiocho aporten a mi existencia algo de madurez y de
responsabilidad sobre lo ajeno, y entonces sea capaz de mantener con vida
especies del reino vegetal. Las plantas de plástico de Ikea y el puerro que
asoma del cajón del frigorífico no cuentan como plantas, aunque yo no pierda la
fe, y por muy verdes que sean.
Tengo el firme propósito de que esos cactus
sobrevivan a mis veintiocho, y que éstos traigan al menos la mitad de todo lo
bueno que viví en mis veintisiete octubres.
A los veintisiete he bailado. He crecido. Un montón,
de ambas cosas.
Dejé de asfixiarme el corazón, y lo dejé sentir como
hacía tiempo que no lo hacíamos. Tanto tiempo que ni lo recordaba.
Y como sentí, lloré. Otra vez. Un poco. Bastante. Se
fue la abuela María, y con ella se marcharon los mordiscos en la mejilla, las
plantas del patio, y el secreto del gazpacho más delicioso del mundo. Y ya no
queda ninguno de los viejos, pero ahora los nuevos llenan la casa con sus
gritos, pañales y canciones de la Patrulla Canina.
Viajamos. Mucho. Así que algo dirán las terminales
de aeropuerto, los litros de Guinness que rodaron garganta abajo, el metro
viejo y barato de Praga, las balizas humanas en las laderas del Pirineo. Ja,
ja, ja, ja, ja, Jaaaaaaaca.
Secuestré a mamá, y nos aislamos rodeándonos de
Atlántico y sol. Las curvas en las alturas, los kilómetros de Sotavento, y
Bethancuria desierta a las cinco de la tarde en plena temporada alta nos
guardan el secreto de unos días de paz.
Celebramos el amor: en Cádiz, y vi un erizo a las
tres de la mañana (y te lo conté, y nos reímos, y nos declaramos la guerra).
Junto al Tajo, y volví a emocionarme en una boda: yo, la tipa dura, llorando a
moco tendido. En un viñedo en una tarde ventosa, donde me hicisteis la curilla
y conserje de noche más feliz del mundo.
Hice cursos que no me han servido de mucho, y
guardias que sí.
Garabateé todos y cada uno de los días de mi agenda:
los llené de mis mil cosas que hacer, y de momentos felices.
Pude ir menos a casa: lo valoré mucho más, y siempre
os echo de menos.
Hice una amiga riquiña, compartí trasplantes y
terraceo en La Latina con un amico di Bérgamo, y decidí que jugar con el globo
terráqueo siempre es buena idea. Alemania nos espera :)
Y me enamoré, aunque no quería. Como al dormir:
despacio, primero; de repente, después. Perdí el miedo a las alturas bajo una
luna de lunes en Tribunal, y echamos a volar sobre los tejados de Malasaña. El
aterrizaje fue forzoso, súbito, cruel. Quizás algún día te lo agradezca; quizás
algún día me eches de menos.
No me siento vieja, aunque últimamente no me quede
más remedio que hacer oídos sordos a mi mantra del “dormir es no vivir” y ahora
sí me acueste después de una mala guardia. Aunque el espejo malvado del
ascensor del hospital me devuelva más ojeras y alguna arruga. Cumplir un año más es cumplir un año menos, y
me acerco a los treinta con unas ganas de vivir que se desbordan. Sumo septiembres,
pero sigo siendo la misma.
La de la sonrisa puesta, la loca de los conciertos.
La que canta en la ducha, en la cocina y en el coche. La de los trucos fáciles
para los días duros. La que arregla el mundo a golpe de horno y canciones. La
groupie. La que descubrió tarde a Vetusta, la cooltureta sin gafas de pasta ni
flequillo. La que adora a una bola de pelo blanca de cuarenta kilos de peso. La
que sonríe en las librerías y se deja el sueldo en potingues, discos y camisas.
La que por fin ha aprendido a deshacerse de cosas inservibles: ropa, papelajos,
personas. Que hay que dejar espacio a lo importante. La que se sienta a desayunar
con la calma pero se pinta las uñas en el metro. La que es feliz con un jersey
raído y un pantalón descolorido, cuando es octubre pero aún hay tiempo para
siestas en la terraza, mientras el aroma a verano siga flotando en el aire. La
que acumula libros y cuadernos, aunque no tenga tiempo de leerlos ni de
escribirlos. La de los domingos de arroz negro y vino blanco, sobre un mantel
feo, repelente al agua, que hace perfectos a esos días en casa injustamente
breves.
A los veintiocho sólo les pido seguir encontrándome
la sonrisa. Un poco de tiempo, aviones, y más canciones.
Eso, y que no se me mueran los cactus.
Yo prometo cuidarlos.
...Algo tendrían que contar las estaciones
algo dirán las terminales de aeropuerto,
los bares donde nacieron
cinco de nuestras canciones...
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