Los calendarios juraban y perjuraban que era diciembre. A
trescientos metros de un colchón al que le faltas tú por todos lados había más
de siete lunas riéndose de los mortales, columpiándose sobre Gran Vía. Las
aceras atestadas, saqueadas las cuentas corrientes. A doscientos kilómetros era
noche cerrada, gélido el aire; pero en este otoño eterno no tuve más remedio
que cerrar los ojos para que se abriese ante mí el mismo cielo que allí
lucía, plagado de estrellas que le bailaban al invierno en un intento de
seducirle. Allí, al día siguiente, amanecerían con las pestañas escarchadas; se
desperezaría sin prisa esa luz de invierno que es pura magia, y a la que yo, en
esta calle tan estrecha, tengo que rogarle para que entre por mi ventana.
Insistían en que había llegado el último mes del año, y lo cierto era que con el paso de
los días los adoquines de la Plaza Mayor habían ido echando de menos a los
protagonistas de aquel domingo, y de más al exceso de adornos y
brillos. Pero yo no terminaba de creérmelo. Así que, para ponerme en
situación, tras un café con vistas y una despedida acelerada por los semáforos,
decidí hacerme con algo de atrezzo y busqué un árbol de Navidad. “Están agotados”, me
dijeron. Claro: yo buscaba uno tamaño
piso de Madrid. Me quedé compuesta y sin conífera, y sin ganas, pero terminaron mis pies deteniéndose irremediablemente ante aquel
escaparate frente al que un
día bailé, donde sin buscarme me reencuentro entre laberintos de papel.
Mientras aquí yo bailaba, a un rato de tren tú luchabas contra ese viento del
que tanto hablan y te preguntabas cómo demonios fue que dejaste escapar a la
chica.
Al día siguiente era una especie de lunes y amanecía rojo. Era
inicio de mes, cambiábamos de rotación: Anestesia Pediátrica. Para
la ocasión me había comprado una estrella amarilla y algo hortera, de las que
se prenden en los zuecos y que se iluminaba con mis andares. Y así, entre fenta en jeringas de insulina, en la menuda
cotidianidad de aquel edificio, fui poco a poco creyéndome que de verdad
estábamos en diciembre. Había abetos en los controles, guirnaldas hechas de minúsculos calcetines pendiendo del techo de Neonatología, cartas sin fin
escribiéndose a los Reyes Magos entre cuatro paredes y bajo una mascarilla de
aislamiento. Océanos en los muros: pulpos, tortugas, estrellas de mar; todos en
busca de Nemo. Canalizar vías allí era parecido a practicar artes adivinatorias. En el antequirófano compartían espacio cunas y camas, carcajadas
y berrinches, canciones cuya letra sólo quedaba al alcance de un puñado de
privilegiados conocedores de la
jerga de guardería. Muñecos amarillos de ojos saltones y gélidas princesas
saludaban cada mañana desde las paredes, y había cajas vacías de ampollas y
llenas de rotus para colorear la espera. Allí se juega
al despiste: se camuflan los miligramos de midazolam bajo sabores familiares. “Prefiero el Dalsy, pero no me des mucho de eso que
ya estoy bastante atontado”. A este pequeño reincidente no le íbamos a
engañar :D
Mientras tanto, yo también escribí a los Reyes: les pedí poesía y
frío, para que temblases tú también y volvieras para rogarme calor. No
me hicieron mucho caso. Así que me olvidé de bufandas, me quedé con la prosa, y decidí robar unos cuantos momentos de aquellos sesenta días para dejarlos clavados en el mural de mi memoria. Me llevé a Tina, con sus dos
coletas y su traqueostomía, que me chocaba los cinco y se venía, otra vez, a
soplar el globo verde que huele a pedo de dragón. Hubiera querido llevarme
puestas las pestañas de Neko, la suavidad de los piececitos de Inés. Me quedé
con las ganas de ver los ojos azules de Laura tras poner en funcionamiento su
implante coclear. Me llevé unos bailes antes de hacer una intra con la canción que a Daisy le hacía
recordar a su papá, tan lejos. Me traje una sonrisa enorme a corazón abierto. Y
una lágrima encerrada en mi garganta como Pablo en su cuna, empapelada con algún santo al que encomendarse y con
dibujos que firmaban hermanos que probablemente ni él ni yo íbamos a conocer jamás.
El último mes del año, como el midazolam, trataba de despistarnos
con demasiado sol y muchas prisas. Sesenta días y esos locos bajitos se encargaron de bajarme a la Tierra. Me recordaron que entre la enfermedad y la tragedia,
entre tanto dolor y la maldita mala suerte, se asoma, como el frío en este
invierno tardío, mucha vida.
"A veces se me olvida que sólo soy espectador"
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