Madrid era frío, bombillas y aún otoño el día que volví de
mi rotación externa. Era diciembre, por fin, aunque venía con prisa. Treinta y
un días prácticamente anulados por mis siete guardias con sus siete salientes,
una semana en la cama con fiebre, y los desplantes de un americano que se
despidió a la francesa.
Mientras tanto, llovía, y los viandantes, espantados, huían
para ponerse a cubierto. El aire olía a chocolate a la vuelta de la esquina, y
Callao, vacío y mojado, era sólo para mí y algún que otro paraguas solitario. Sonreí:
tenía la sensación de haber vuelto a casa. Por primera vez, Madrid era casa.
Por una vez quería permanecer.
Comprenderán, entonces, que entre los días fugaces y el
corazón templado ni la vida ni el reloj me dieran tregua para, el último día de
mi mes favorito, sentarme a jugar a los equilibristas posando en la balanza los
más y los menos de otro año que voló. Tenía mejores cosas que hacer: me recuperaba de la resaca de un concierto increíble cuya secuela
nos aguarda en Dublín, de una guardia donde la mala era yo, con vía intravenosa
incluida, y celebraba reecuentros y que otra vez estamos en tiempo de descuento
para un gran día.
Por eso, para los puristas, vienen a destiempo las
reflexiones y los recuerdos de doce meses en que, una vez más, aprendí tanto. En
que he crecido más de lo que aún siquiera alcanzo a sospechar.
Dos mil diecisiete: tu predecesor me ha dicho que te diga
que si vas a venir, sea para dármelo todo sin quitarme nada. Que pinches, ¡coño! Que has de quedarte con quien te cuide, y que lo cuides de verdad. Que
te acuerdes de que eres un minúsculo y delicado milagro más a menudo, y que
entonces vivas más y pienses menos.
Que algunos sueños se cumplen para que podamos dedicarnos a
perseguir otros. Quién te iba a decir a ti que vivirías donde soñabas diez años
atrás: en el centro del mundo, a dos minutos a pie de mi rincón favorito de
Madrid. Quién si no mamá.
Que sigo siendo una indecisa de manual, y un desastre
haciendo maletas, pero por una vez tengo algunas cosas claras, y eso es mucho
para mí.
Dos mil dieciséis me ha dicho que te cuente que cumplí
veintisiete el veintisiete, pero que fueron las noches de guardia las que me
hicieron mayor: las noches con Ella, la mirada vacía de Mario, la mañana de
Navidad cuando Joseff me regaló su sonrisa y me pellizcó el alma, las cuatro
horas con Marina (que no cinco con Mario) cuando puse mi primer Swan Ganz y mi
mayor empeño en esa noche.
Que sigo siendo la estrella de los tejados, donde subo para
perseguir otras y coleccionar atardeceres.
Que tengo la certeza de que soy más de invierno; más desde
que este infierno a treinta y siete grados a la sombra me arrebató para siempre
esa voz quebrada que descolgaba el auricular diciéndome “¡Hola, Curra!”.
Lo bueno es que por eso volví una vez más, para aprender a
decir adiós, y así fue como en agosto me encontré sin haber salido a buscarme.
Me encontré dejando el sur, corriendo al norte, de donde trajimos una hortensia
que ahora luce seca en mi salón y me hace a esta ciudad Mar-drid. Me encontré
devorando libros como cuando era niña, sentada en el bordillo de la piscina sin
otra preocupación que renovarme el protector solar. Y en el gorro de quirófano
que me cosió mamá con la tela que yo elegí, plagada de estrellas y de
bailarinas, que no puede ser más cursi ni más bonito Me encontré cuando volví a
soñar despierta, y me di cuenta de que aspiro a un futuro sencillo, jugando con
un perro en la playa y la sudadera puesta, que hace frío. Me descubrí con una
sonrisa inaudita el día que me buscaba la súper de Paritorio para regalarme una
historia que no recordaba y que sin embargo nos marcó (gracias por recordarme
cuánto vale la pena). Me encontré en las canciones que compartimos y en las
estrellas que buscamos, cuando fuimos restos de un cometa. En los aviones que vamos a coger. En un verano en el pachio bevo,
sinónimo de amor en su lengua de trapo (gracias, Nuno, por traernos la
sonrisa de vuelta). En el día que nos empapamos bajo la lluvia sin importarnos
un comino, que para eso somos norteños frustrados, y después comimos en El
Imparcial. En un taxi, recorriendo el casco antiguo de Cuenca (el tacón de
aguja y el empedrado nunca casaron muy bien), cuando nos preguntamos de repente
en qué momento habíamos crecido. En múltiples visitas a Ikea: con mamá, con mi
(prima)hermana, con la tripa llena de lentejas deliciosas mientras mi bicho
bola dormía la siesta. Mi independencia carece de sentido sin vuestra compañía.
En un café bajo la lluvia de octubre, donde fuimos
música por encima de la música. En los propósitos que en dos mil dieciséis
tampoco cumplí. Y en los experimentos que sí me atreví a realizar, aunque
tampoco salieran bien (“Tú, tu mochila y tu ejército de mastines”; me guardo en
vena la música, y la frase).
Aprendí que, mientras haya perros y niños, no está todo
perdido.
Y que, después de todo, a veces la vida camina en círculos.
“La posibilidad de encontrarnos en el metro es lo que hace
que la vida sea interesante” (lo siento, Coelho, pero es que me vienes al pelo).
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